Aquel tren
— ¿No ves aquellos caballos? — le dije mirando por la ventana, queriendo creer que me escuchaba, o que me entendería si lo hiciese.
Veía una hilera de caballos empezando una carrera paralela a los rieles del tren, y aunque se movían inicialmente tan rápido como yo, no parecían pisar tierra y sólo flotaban, moviendo sus patas. De vez en cuando, uno u otro se atrasaba y se perdía de vista, se volcaba y caía, o sólo desaparecía.
Aquél que revisaba los boletos me interrumpió, me hizo pensar en dinero, trabajo, la “vida adulta”, me distrajo un rato de la tragedia de los caballos. ¿Por qué corrían? Volví a la ventana, pero no se veía nada mientras pasábamos por un oscuro túnel. Y aunque la cabina estuviera completamente iluminada, yo estaba absorto en la rápida pared del túnel. En algún momento quise alcanzarla; pensé en la puerta, pero sólo otro podría abrirla.
Voces, cubiertos, ronquidos, se escuchaban en aquel tren. Habían muchas personas pero ninguna me veía o yo no tenía interés en ser visto. Pensaba en lo que haría al llegar a la estación. Un cuarto de vida en un baúl de madera, y otro cuarto arrastrando a este y a sí mismo por la noche.
Un anciano bien vestido empezó a repartir vino. Al anunciarlo, sonrisas resonaron y las veía extrañas; yo también sonreía, pero no era de felicidad, sino porque la espera de su calor me contentaba y me hacía más fácil el no querer estar ahí, y así buscar un caballo e irme. Estaba seguro de que los demás estaban felices de estar en ese tren, no por su destino, sino por una simple botella de vino.
Grupos. Familiares, compañeros de trabajo, amigos, desconocidos y gente solitaria, más parecida a mí, pero con cables en los oídos, encerrados, y una curva desagradable en el rostro. La envidio pero me niego a creerlo. Sólo yo quiero salir de este tren, pero nadie me deja y a su vez nadie me ve.
Ahora automóviles cruzan el valle junto al tren. Más interesantes y más confiables, me gustaría pensar. Pero justo choca uno y chocan dos. Fuego, miedo, curiosidad. Uno a uno, cual caballos trágicos, la hilera de autos se reduce. No los quiero así. ¡Al menos uno déjenme ser y algún otro camino tomaré!, que el camino del tren no parece traer cosas buenas y me cuesta recordar el tiempo en que quise tomar este tren.
Anuncian que en dos meses el camino acaba. No me lo esperaba. Hasta hace poco pensaba siempre en la estación y sólo ahora me doy cuenta de cuánto no había pensado en ella. Veo alrededor y veo gente diferente, pero inmutada. Un niño saluda sonriendo, pero la madre recupera pronto su atención. Todos miran al frente, a sus otros o a la nada, y sólo escuchan y sienten, hablan. Yo sigo solo y vuelvo a la ventana cuyo fondo veo diferente. Un negro más oscuro oculta estrellas y nubes, que sólo hoy, que no las veo, siento su existencia. Las recuerdo, así que existen, pero es una existencia que nunca será mía, pues ya nunca las veré sabiendo que existen. ¿Siento miedo? El asiento del tren se siente frío y las conversaciones parecen apagadas. El oscuro cielo me es desconocido y sólo la estación parece esperarme. No quiero, ¿o sí?
Tiemblo ligeramente mientras el tren se mueve, vibra, suena, me atormenta. No soporto saber que estoy aquí y no soporto saber que nunca volverá a estarlo.
El tren se detiene. Todos guardan silencio. Algunas mujeres bajan del tren a buscar a sus hijos, mientras otras esperan a los suyos en aquella estación. Llegué a mi destino luego de un largo viaje, o no tan largo. Me guían fuera del tren, que no recuerdo ya cuándo abordé. Alguien me espera.